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Atracaba al lado del flamante portaaviones-museo del Intrépido, uno de los grandes reclamos turísticos de Manhattan. El Juan Sebastián Elcano llegó a convertirse en un narcobuque, lo que no le impedía seguir realizando sus clásicas jornadas de puertas abiertas cada vez que llegaba a la ría de Pontevedra. Algunos tripulantes mantenían, eso sí, un especial celo para mantener a los visitantes lejos de algunos puntos del barco.
Su carácter emblemático y militar le convertía en un escondite perfecto para el transporte de droga, y así lo detectaron narcotraficantes colombianos (condenados por ello en Estados Unidos) y españoles (de quienes nada se sabe diez años después del descubrimiento del pastel). Conscientes de que los controles aduaneros no existían para la tripulación, los cerebros de un engranaje que, según autoridades colombianas, “llevaba al menos tres años” plenamente operativo antes de su detección, idearon un plan perfecto.
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